El amor nos hace cometer locuras, nos ciega. En Navidad, es más fácil caer en su trampa: las luces, las tazas de chocolate tan hondas que puedes nadar en ellas, el cariño en el aire. Cuando paseo por el barrio con mi mamá y veo a dos padres sonriéndose cómplices mientras limpian el desastre de sus hijos en el desayuno del domingo o a una adolescente que le ha comprado una rosa a un viejito y le hace llorar de la emoción, es cuando entiendo que las películas sí tenían razón. Diciembre es un tiempo de reconciliación.
Esta va a ser mi quinta Navidad en España, rodeada de una cultura ajena a la que viví cuando daba mis primeros pasos o cuando aprendía a sumar y emocionada practicaba con mis abuelos. Si miro en perspectiva los eventos sucedidos en mis diecisiete años, me tengo que reír, porque son demasiados giros inesperados, locaciones, personajes, travesías… y sacrificios. Creo que no entendemos la cantidad de sacrificios que se hacen en nuestras vidas ─mi madre fue una guerrera, mi padre un guionista sin recursos; en la vida de Marcos, él fue el villano y su abuela una heroína acallada; en la vida de Gabriel, él era el único actor y espectador.
Dos inviernos atrás, caminábamos dormidos, pensando que éramos indestructibles. De repente, hibernamos por unos meses con nuestros peores demonios (nosotros mismos) y nuestros aliados más antiguos (nosotros mismos, también) y creo que hemos salido más enteros. La pandemia de la Covid-19 nos ha dejado secuelas que van a ser difíciles de curar, pero estamos avanzando y las cicatrices cambian de ese crudo color carmesí a uno más similar al de nuestra piel. Depende de la gravedad, algunas se abren e infectan. A otras les viene bien una tirita.
Lo que quiero decir con todo esto es que estas navidades tenemos que detenernos un rato, ver esas luces tan polémicas que decoran Madrid, y respirar. Inhalar, exhalar. Tenemos el privilegio de vivir en una ciudad que puede adornar sus noches, tenemos el privilegio de no vivir bajo una tormenta bélica y tenemos el privilegio de tener gente a nuestro alrededor. Muchísima. Quizás los conocemos, quizás no. Quizás sean los mismos rostros conocidos de las últimas navidades, o quizás sean los nuevos personajes que tanto añorabas. O quizás estés solo, sin ninguna mano que sujetar, y te toque aprender a vivir con ello. Yo lo estuve, a pesar de tener a cincuenta personas detrás y delante de mí. No es fácil abrirte, dejarte sentir y llevar, pero vivir es como nadar en un mar frío del norte: las primeras brazadas exigen un tremendo sacrificio, de repente un calambre te asusta y hace sentir que te hundes en un fondo oscuro, pero cuando respiras y llegas a tu destino, ves el camino que has recorrido y puedes exhalar. Esta Navidad, los Reyes Magos nos han dado un regalo. A todos nosotros, a Marcos, a ti, que estás leyendo esto. Enhorabuena, tienes la rara oportunidad de vivir.